
Siempre me hacía el mismo chiste.
-¡Puedo volar más alto que vos! Mis alas son más grandes que las tuyas. ¡Fijate!
Y yo veía como agitaba ese par de alas tan enormes, suaves y muy blancas, llegando hasta lo más alto, en un suspiro apenas, y me moría de rabia. Aunque bien sabía yo que ambos teníamos el mismo tamaño de alas. Porque éramos niños. Pero igual siempre me ganaba en la carrera. Y desde allí se mofaba de mí, delante de todos.
-¡Te gané otra vez, llegué primero hasta arriba!
Todos nos miraban. Los demás chicos nos señalaban con el dedo y seguían con la mirada nuestros juegos, corriendo por todo el inmenso lugar.
-¡Esos dos ángeles están jugándose carreras! – decían, y se detenían para ver nuestra travesura.
Nos encantaba estar allí porque estaba siempre muy iluminado. Lleno de gente que iba y venía, con alegría, felices. Personas mayores, bebés. Familias completas.
-¡Te doy otra oportunidad! – insistía mi hermano. Y yo no podía hacer otra cosa que aceptar el desafío. Agitaba mis alas con toda la fuerza que podía, hasta que sentía que mi rostro debía estar al rojo vivo por el esfuerzo. Y empezaba a elevarme, a volar cada vez más alto, más alto y más alto. Cuando por fin llegaba hasta donde se hallaba mi hermano, esperándome, nos reíamos a mandíbula batiente, para volver a empezar con el juego.
Nos reíamos tanto… A veces nos sentíamos un poco culpables, porque en el fragor de los aleteos se soltaba alguna que otra pluma de nuestras alas. Y a mamá no le gustaba eso.
-¡Ahora te voy a ganar yo! – le dije de pronto a mi hermano. Empecé a batir mis alas con renovadas fuerzas, muy fuerte. Cada vez más fuerte, hasta que casi al emprender vuelo hasta arriba de todo, una voz contrariada me detuvo al instante:
-¡Pero, será posible!¡ Otra vez jugando con los disfraces más caros. Les van a hacer perder todas las plumas a las alas, chicos! ¡Y encima corriendo como locos por las escaleras mecánicas del shopping! Basta, ¡se terminó!
Entonces, mamá, sacudiendo y acomodando los trajes de ángeles, los volvía a colgar en los percheros.
-Si los llegan a romper, nadie los va a querer comprar, para este carnaval… Necesitamos la plata, queridos…
-¡Puedo volar más alto que vos! Mis alas son más grandes que las tuyas. ¡Fijate!
Y yo veía como agitaba ese par de alas tan enormes, suaves y muy blancas, llegando hasta lo más alto, en un suspiro apenas, y me moría de rabia. Aunque bien sabía yo que ambos teníamos el mismo tamaño de alas. Porque éramos niños. Pero igual siempre me ganaba en la carrera. Y desde allí se mofaba de mí, delante de todos.
-¡Te gané otra vez, llegué primero hasta arriba!
Todos nos miraban. Los demás chicos nos señalaban con el dedo y seguían con la mirada nuestros juegos, corriendo por todo el inmenso lugar.
-¡Esos dos ángeles están jugándose carreras! – decían, y se detenían para ver nuestra travesura.
Nos encantaba estar allí porque estaba siempre muy iluminado. Lleno de gente que iba y venía, con alegría, felices. Personas mayores, bebés. Familias completas.
-¡Te doy otra oportunidad! – insistía mi hermano. Y yo no podía hacer otra cosa que aceptar el desafío. Agitaba mis alas con toda la fuerza que podía, hasta que sentía que mi rostro debía estar al rojo vivo por el esfuerzo. Y empezaba a elevarme, a volar cada vez más alto, más alto y más alto. Cuando por fin llegaba hasta donde se hallaba mi hermano, esperándome, nos reíamos a mandíbula batiente, para volver a empezar con el juego.
Nos reíamos tanto… A veces nos sentíamos un poco culpables, porque en el fragor de los aleteos se soltaba alguna que otra pluma de nuestras alas. Y a mamá no le gustaba eso.
-¡Ahora te voy a ganar yo! – le dije de pronto a mi hermano. Empecé a batir mis alas con renovadas fuerzas, muy fuerte. Cada vez más fuerte, hasta que casi al emprender vuelo hasta arriba de todo, una voz contrariada me detuvo al instante:
-¡Pero, será posible!¡ Otra vez jugando con los disfraces más caros. Les van a hacer perder todas las plumas a las alas, chicos! ¡Y encima corriendo como locos por las escaleras mecánicas del shopping! Basta, ¡se terminó!
Entonces, mamá, sacudiendo y acomodando los trajes de ángeles, los volvía a colgar en los percheros.
-Si los llegan a romper, nadie los va a querer comprar, para este carnaval… Necesitamos la plata, queridos…
APL©2008